Presos de la actualidad agotadora, cautivos del trajinar diario que nos come el hígado peor que un mojito con aguarrás, solemos condenar injustamente al olvido a pilares de la comunidad artística que, por el sólo hecho de tener las glándulas mamarias menos voluminosas que las de Luciana Salazar, se comen el garrón de pasar desapercibidos para las nuevas generaciones. Tal es el caso de Willy Mendoza, malogrado paladín de la música ciudadana que amerita un reconocimiento en este espacio, muchas veces frívolo, pero también justo con la gente verdaderamente power.
Hay dos versiones diferentes sobre el nacimiento de Mendoza. La más firme asegura que su alumbramiento fue producto de una apuesta sugerida por su padre, quien le jugó a su madre un lechón adobado y una damajuana de borgoña a que podía hacerle un pibe en el primer intento. Para sorpresa de todos (principalmente de él mismo, que sólo encaraba esta tramoya para estacionar un rato el Gordini rosa) su padre tenía razón, acto que generó que éste cazara a upa el lechón y el escabio y se tomara el buque a Anaheim, California, donde aún hoy, con 107 años, pasa sus días mirando viejos capítulos de Brigada A y haciendo la Claringrilla. Dicen que una vez intentó conocer a su primogénito pero tenía únicamente como referencia una foto borrosa enviada por fax, por lo cual se confundió y terminó abrazando y besando a Marcelo Bonelli, para regocijo de Gustavo Sylvestre. Abochornado, paró un toque a ganarle otro lechón a la madre de Mendoza (que para esa altura era más fácil que meterle un caño a Heather Mills) y se volvió a ir.
La otra versión dice que nació sin inconvenientes en un hospital del barrio de Valentín Alsina, ante la presencia de sus dos padres (aunque la madre intentó huir pero no pudo porque -como digo un pragmático galeno- "si usted se va estamos todos al pedo acá, señora"). Este rumor lo estaríamos descartando por ser un embole.
A los dos años ya mostraba su perfil tanguero al tunear su triciclo y pegarle una foto de Julio Sosa por sobre la calcomanía que decía "subite, sentate, callate y agarrate". Luego, ya en la primaria, interpretó a un poste de luz en la obra Lúgubres sifones militares de de Juan Domingo Shakespeare, y una vez sobre el escenario abandonó su inmóvil y silenciosa posición para mandarse al frente y cantarse entero el disco póstumo de Gardel Uh boludo se cae el avioooooón. Paradójicamente, mientras los asistentes lo aplaudían a rabian la rectora del establecimiento le daba un shot en el orto.
En años de la secundaria Willy decide que ya es tiempo de convertirse en el primer hombre homosexual de la Argentina, pero al no encontrar compañía se aburre enseguida y se hace macho otra vez. A los 18 años, ya completamente inmerso en el mundillo tanguero, ofrece una histórica versión del hit de Mariano Mores "No me digas que lo tuyo no es peluca" en el recordado bodegón El Rincón de Pototo, en Boedo. Entre la concurrencia estaban Piazzolla, Troilo y Edmundo Rivero, pero estaban jugando al dominó medio borrachos en una esquina y ninguno se acuerda de nada.
Ya de adulto, en los años 80, decide cortar con el sectarismo del tango y coquetea con el metal peludo, versionando en clave de 2X4 temas como "Cherry Pie" de Warrant (ahora llamado "Torta de guinda") y "Girls Girls Girls" de Motley Crue ("Pebetas pebetas pebetas"), con lo cual se gana un Grammy y un sopapo de Goyeneche. De toda esa experiencia hairmetalera sólo saca una conclusión: "La mejor manera de meterle un penal al baterista de Def Leppard es pateársela bien esquinadita a la izquierda".
Sometido al escarnio de la comunidad tanguera por el bofe rockero, se hace misionero en Misiones y luego abre una posada en Posadas. En su diario íntimo (aún conservado en el Museo Nacional del Diario Íntimo, paradójicamente abierto a todo el público) escribe por esos años: "A estos indios no los soporto más, gritan todo el día, me tienen las bolas al plato. Yo me compro una combi y me tomo el palo". Y se la compró. Y se lo tomó. Con tanta mala suerte que mientras surcaba la Ruta 37 le cayó un asteroide en la cabeza y murió aplastado. Sus últimas palabras fueron "¿Qué es eso?".
Sus restos fueron pasados por abajo de la puerta del Salón Blanco del Congreso de la Nación y velados allí como Sandro, en un ciclo de sepelios con entrada libre y gratuita organizado por el Gobierno de la Ciudad, el cual terminó abruptamente por las quejas de ruidos molestos de los vecinos. De Willy Mendoza queda el recuerdo, su inconmensurable legado de tango renovador, algunas deudas y una tumba muy, muy planita que lo conmemora en el Panteón de Cantantes Fracasados del Cementerio de Totoria, provincia de Chaco. Desde aquí, nuestro más cálido homenaje
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